sábado, abril 04, 2009

Nuestra Señora de París

Aquel espectador no se había perdido nada de lo que, desde el mediodía, había ocurrido ante el pórtico de Nuestra Señora. Ya desde los primeros momentos, sin que nadie se hubiera preocupado de mirarle, había atado fuertemente a las columnillas de la galería una gruesa cuerda de nudos cuyo extremo colgaba hasta la escalinata. Una vez hecho esto se había quedado mirando tranquilamente y silbaba de vez en cuando al pasar los mirlos delante de él.

Nuestra Señora de París, Víctor Hugo.


Es curioso cómo funciona el comportamiento humano. La semana que viene me voy de viaje a París, la ciudad de las luces, la ciudad del amor, la ciudad de los artistas y todos los estereotipos a los que estamos acostumbrados. ¿Por qué esos estereotipos? ¿Quién los inventó? ¿Por qué París es más romántica que Venecia? ¿Por qué París es la ciudad de las luces y no Nueva York? ¿Por qué en París hay más artistas que en Londres?

Cuando alguien piensa en París, piensa en la torre Eiffel. Piensa en un férreo y estilizado monumento que corona la ciudad, que puede divisarse desde cualquier punto de la ciudad. No se engañe nadie, no. La torre Eiffel es en realidad una torre de hierro que se está deteriorando a pasos agigantados. Se construyó para la Exposición Universal de 1889 y ha superado al tiempo gracias a ser el monumento más visitado del mundo. ¿Qué le va a regalar el ayuntamiento por enriquecerle? Una mano de pintura. Ya le hacía falta, pero, ¿por qué no le regalan unas vacaciones sin que nadie pueda subir a ella? Me parece que ya he mencionado el dinero que proporciona (el menú en uno de sus restaurantes cuesta ciento noventa euros).

No os engañéis y haced lo siguiente: acostaos sobre la agradable hierba de los Campos de Marte, observadla durante el tiempo suficiente, y empezará a tomar la forma de lo que es: un montón de hierros retorcidos que claman por una mano de pintura.

Otro lugar que hay que visitar es Montmartre. Ése sí que es de mi agrado. Supongo que mi vena artística me lleva a pensar en Montmartre como uno de los lugares ineludibles que hay que visitar. Cuando pienso en él pienso en un lugar de añorada decadencia, de artistas que preferían soñar a vivir, gentes que gastaban más dinero en lienzos y cuartillas que en pan y verduras. ¿Y qué es en la actualidad? Un lugar turístico, una place du Tertre donde los artistas cobran por retratar a los turistas. ¿Dónde quedaron los sueños? Decadencia sí, pero no añorada. ¿Cuántos turistas saben que Montmartre significa “el monte de los mártires? ¿Acaso les importa?

Y vamos con la catedral de Notre-dame. Un lugar sagrado para muchos y sobre todo para mí. Cuando lo visito veo en él pasión e historia. Sobre todo pasión. La misma pasión que puso Victor Hugo en su novela. Ya los celtas celebraban sus ritos religiosos en el solar sobre el que se asienta. Pero… ¿qué es para los turistas? Un lugar en el que comprar cinco llaveros de la torre Eiffel por un euro mientras hacen cola para entrar.

Y ahora vamos con la otra cara de la moneda. Cuando el pueblo francés se alzó contra la nobleza y destruyeron la Bastilla, Napoleón quiso poner un monumento en el lugar: un elefante de gigantescas proporciones hecho con el bronce de los cañones robados a los españoles. Si le cuentas esta historia a cualquiera, su reacción más segura es pensar: “qué ridículo”. Pero, ¿quién podría resistirse a visitar ese monumento, tomar fotografías y mirarlo embobado durante unos minutos si en la actualidad existiese? Pocos, entre los que no me incluyo.

Ahora quiero dejar clara una cosa. No estoy criticando en absoluto París, que es una ciudad maravillosa a la que hay que ir al menos una vez en la vida. Lo que estoy analizando es el comportamiento humano. Dices a alguien que algo es importante y pasa a serlo. Cuando yo viajo procuro tener siempre información del lugar al que voy: planos, algo de historia, el por qué de algunos de los nombres importantes, anécdotas curiosas… Y no me creo mejor que nadie. Sólo es algo para reflexionar. Quizás sea mi espíritu romántico el que habla. Aquél al que le gustaría despertar al pueblo de su letargo.